UN CUENTO DE NAVIDAD

UN MILAGRO EN  MOROCONGO

Alfredo Cardona Tobón *


En un rancho pajizo, en el camino al caserío de Dulce Nombre, la luz de una vela alumbraba tenuemente la habitación de piso en cemento donde yacía un niño de tres años sobre una cama de guadua. Al lado velaba la mamá, una campesina de  veinte años, que veía con dolor cómo se agotaba la vida de su hijo en la carita cobriza renegrida por  la fiebre y en los labios resquebrajados por la deshidratación.
Las yerbas y las infusiones del curandero y las inyecciones y las recetas del médico rural no habían cortado la enfermedad… Andresito se  moría sin que San Judas o la Virgen de Fátima escucharan las súplicas y los ruegos.
En la Navidad que se acercaba ni festones de iraca ni palomas de maguey engalanaban las chambranas del corredor; con la enfermedad del pequeño  nadie pensaba en pesebres,  en natilla  o en buñuelos en esa “gurrera”  incrustada en las estribaciones de la cordillera central.
En medio del trasnocho llegó el veintitrés de diciembre y a medida que el día avanzaba los vecinos guardaron la alegría navideña y  se acercaron cabizbajos a donde los Arango Botero, presintiendo que jamás volverían a oír las risas  del pequeñín.
Con los últimos rayos de sol, un anciano de color cetrino llegó a la vivienda campesina y se sentó en un tosco butaco del corredor. La piel del viejo  parecía pegada a los huesos y era tan arrugada que semejaba una momia salida de un sarcófago Nadie conocía al forastero… nunca se había visto  por los contornos. Se supuso que era uno de esos personajes errabundos perdidos en la inmensidad de la montaña, o un curandero jaibaná, o un brujo en busca de la fórmula mágica para obtener oro que, según las leyendas lugareñas,  los indios habían tallado en una roca que emergía de las entrañas de la tierra en las noches de  luna llena.
La abuela de Andresito se acercó al anciano y oyó sus rezos pasito, casi en murmullos, en un idioma desconocido. Se notaba sufrimiento en su rostro, el dolor se veía en el ceño fruncido y en la mirada perdida. La agonía del niño y  la angustia de los labriegos estaban reviviendo la tragedia que llevaba al viejo en tránsito de un lado al otro del mundo: recordó que dos mil años atrás era Eliud,  un gallardo centurión  de las milicias judías que por orden del rey Herodes había asesinado a centenares de primogénitos hebreos. Desde entonces, al igual que el resto de los verdugos, recorría los caminos del mundo como alma en pena, sin sosiego ni el lenitivo de la muerte,  sintiendo la continua mortificación por el crimen.
Eliud navegó en barcos vikingos, en galeones españoles … en juncos chinos, conoció a Santa Sofía en Constantinopla, vio el cadáver del Cid cabalgando en Babieca, acompañó a los soldados tejanos en la batalla del Álamo, aprendió a cargar camellos en el Sahara, ordeñó yaks en Mongolia y talló  maderos sagrados en la Polinesia.
Eliud esperó que dejaran al niño solo y como una sombra se acercó  al lecho y tendió un raído poncho a los pies del  enfermito, sin dejar de musitar los  rezos en la misteriosa lengua. Después, el  esquelético visitante abandonó el rancho campesino y se perdió entre el tenue resplandor de la luna  menguante.
Cuando la abuela se acercó con  un trapo mojado para atenuar el fogaje de la fiebre notó que el niño no tenía calentura y respiraba normalmente, asombrada y sin dar crédito al prodigio acercó la vela al nieto y Andresito con voz adormilada abrió los ojos y le pidió un poquito de  aguapanela.
Ese veinticuatro de diciembre fue el mejor día de todos, la fecha más feliz de la familia Arango Botero. El chiquitín se había recuperado milagrosamente, como un regalo del Niño Dios. La alegría inundó la vereda. En el rancho se improvisó un pesebre con musgos y quiches, se desempolvó a San José y a la Virgen y  festones de iraca y las palomas de maguey volvieron a ocupar su sitio en los barandales de chonto.
La abuela encontró el poncho raído de Eliud al tender la cama de niño. Y recordó al  viejito medio loco que no le recibió la totuma de agua y que llegó y se fue sin saludar ni despedirse.
El milenario centurión de Herodes continuó su marcha sin rumbo fijo… En la cuesta del Morocongo se topó con una recua de mulas y con figura de arriero se unió a la partida. Eliud no sintió el sol candente, ni la hosquedad de la montaña. Seguía adelante en busca de un caminante herido, o de otro niño enfermo como en la vereda de Dulce Nombre, pues con el don de sanación que Dios le había dado junto con su castigo, le faltaba muy poco para saldar su deuda.

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