ARMA: LA ALDEA QUE SE NEGO A MORIR


Alfredo Cardona Tobón*



Por el cañón del río Cauca desaparecieron las últimas luces del día en medio de un chubasco, tan enorme, que parecía que la lluvia se estaba precipitando en cataratas; al llegar las sombras, un grupo de señoras de la Villa de Arma terminó de colocarle el mantón a Nuestra Señora de la Concepción del Rosario, y pese a semejante diluvio, se aventuraron a cruzar la plazoleta y dirigirse a  sus casas. El viento arreciaba y el fogoneo de los relámpagos iluminaba el rostro bellísimo de la Virgen, que parecía entornar las pestañas  cada vez que retumbaban los truenos dentro de la capilla desierta.

Una  ringlera de cirios, encendidos las 24 horas del día, daban testimonio de la veneración de los parroquianos, que  admiraban absortos  el destello de las luces sobre la corona dorada  de la santa patrona.

Cuenta la leyenda que cuando las piadosas señoras abandonaron el templo, una ráfaga apagó los cirios, y entonces, en la frente de la imagen milagrera apareció una estrella rutilante que bañó de luz la estancia religiosa hasta que los vecinos llegaron presurosos, creyendo que había un incendio, y volvieron a encender las luminarias que acompañaban a Nuestra Señora.

EL PRIMER TRASLADO DE ARMA

En 1542 el capitán Miguel López de Muñoz fundó el primer poblado de Arma  en una sierra empinada que servía de atalaya en medio de una región hostil, infestada de indios peligrosos. Años más tarde, cuando bajó la presión de los nativos belicosos, los encomenderos trasladaron la aldea a una pequeña llanada, cercada de grandes palmeras, con tierra fértil y espacio para pequeños cultivos.

Cuentan las crónicas de la época  que el Santiago de Arma de la Conquista y la Colonia fue una localidad floreciente, poblada por españoles de alguna prestancia  y por numerosos indios que explotaban las arenas auríferas en los afluentes del río Cauca y cuya jurisdicción se extendía desde el río Chinchiná hasta muy adentro del territorio antioqueño.

La insalubridad del clima, el agotamiento del oro y el asedio de indígenas levantiscos marcaron el declive de la villa, que se acentuó al emigrar numerosos vecinos a una nueva fundación en el valle de Rionegro. Ante el despoblamiento de Arma, la Real Audiencia de Santa Fe de Bogotá traspasó sus títulos a  San Nicolás el Magno de Rionegro. El 11 de abril de 1783 parecía el final de la antigua aldea, pues ese día  los comisionados del virrey llegaron a la desolada población encomendera y alzaron con lo que pudieron llevarse: archivos, candelabros, cálices, atriles... y hasta la imagen quiteña de Nuestra Señora de la Concepción Generalísima de las huestes imperiales  y de los ejércitos españoles de la Nueva Granada que levantaron en andas y  transportaron, con la solemnidad de una reina, por trochas escabrosas, por fangales, torrentes y quebradas hasta   Rionegro, donde fue recibida  con repique de campanas, arcos de triunfo, música y voladores.

En la capilla de la antigua  y menguada aldea de Arma, los parroquianos  sin campanillas ni blasones que se aferraron a las lomas de Cauquillo, se resignan a la compañía de un San Antonio, que  a la postre les resultó taumaturgo, y a la de  un Cristo, que no se dejó cargar por pesado, y  que luego fue mutilado por un cura para  poder bajarlo de la cruz  el viernes santo.

LAS COMPONENDAS DE ARANZAZU

En 1800 el rey Carlos IV cedió las tierras entre el río Pozo y el río Pácora a José María Aranzazu, y en noviembre de 1824, su hijo Juan de Dios Aranzazu, tomó posesión del  regio e inmerecido regalo. El  agraciado no se contentó con el extenso globo: su apetito de tierras era voraz y no para cultivarlas y desarrollar el naciente país, sino para negociarlas y  enriquecerse a costa de los colonos. Para cuadrar linderos, Aranzazu permuta  con los vecinos de Arma la zona entre los ríos San Lorenzo y Pácora por otra comprendida entre los ríos San Lorenzo y Honda, y para expandirse hacia el sur fija sus ojos sobre algunos derechos que conservaban los armeños.

Juan de Dios mueve sus influencias y en 1830 consigue que el gobierno de Antioquia ordene el traslado del alicaído caserío de Arma a la población de Aguadas. Algunos vecinos acatan la orden oficial, unos pocos se desplazan hacia la quebrada de Pácora, pero un gran número de pobladores permanecen en la aldea, malogrando, en parte, el intento de Aranzazu, que pese a todo, negocia con los armeños los derechos sobre la vasta zona que llega hasta el río Chinchiná, a cambio de tierras en los Altos de San Félix.

La venta de tierras en el sur de Antioquia mejora con la creación de nuevos distritos parroquiales y con el incremento de la minería en  Supía y Marmato. Como Juan de Dios Aranzazu quiere quedarse con todo el pastel, arrecia sus intrigas para acabar de una vez con Arma y conseguir sus tierras. En 1832 el astuto político  logra, nuevamente, que la Cámara Provincial de Antioquia ordene la traslación de los vecinos de Arma. Algo más de un millar de campesinos obedecen las disposiciones oficiales y se ubican en Arma Nuevo, hoy Pácora, pero 458 lugareños se niegan rotundamente a dejar sus casas y cultivos, y Arma se salva  por tercera vez, aunque queda relegada a la categoría de Viceparroquia.

Arma fue una aldea que se negó a morir: resistió los embates de  españoles de espada y de golilla y los sucios tratos de Aranzazu con las  autoridades de Antioquia. Arma no se dejó enterrar, pero apenas malvive, dentro de un departamento que no ha hecho nada por desarrollar su enorme potencial turístico y comunicarla por una buena vía con Medellín, que es el centro de la economía y de los intereses sociales y culturales de la gente de Arma.

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