ARRIEROS Y TREMEDALES


Alfredo Cardona Tobón*



“Yo fui arriero desde jovencito”- dijo Germán Tobón- un viejo venerable que recorrió con  sus mulas los andurriales del sur de Antioquia y del norte caucano- “conocí caminos que parecían llevar al infierno y muchas fondas. Recuerdo clarito la fonda de Damasco en la bajada de Santa Bárbara al cañón del río Cauca y la fonda de Macanas entre El Jardín y el sitio de Barroblanco en cercanías de Ansermaviejo.

“Yo- continúa diciendo don Germán- llevaba maíz a Marmato y cargaba trigo del molino del Rosario en la tierra fría de Riosucio... porque en ese entonces, por allá en 1910, se cultivaba trigo y se levantaban ovejas por esos lados.

“Me acuerdo también  de Damasco; allí había una fonda con buena comida y buena dormida; allá llegaba gente de Medellín  y se veían muchachas bonitas, era como un veraneadero de los antioqueños. En Damasco conocí a Clotilde; yo era caporal y tenia un plante de mulas; ella me atendió, nos enamoramos y en Sabaneta formamos un hogar que llenamos de hijos.

“La fonda de Macanas tenía mucho movimiento, era un establecimiento grande; mataban marrano los viernes y vendían aguardiente que destilaban unas negras muy queridas... me parece que eran de Girardota; la dormida era regular pues los chinches no dejaban pegar un ojo.

“Como los viejos eran muy rígidos y ponían muchas condiciones a los pretendientes de sus hijas, a veces las muchachas se encaprichaban de algún aparecido y con papelitos y razones y con miraditas a la salida de la iglesia armaban un noviazgo. Una noche cualquiera la muchacha se volaba de la casa y con el novio se iban Cauca arriba a buscar la bendición de un cura. Uno los veía cogiditos de la mano por esos tragadales, sin equipaje y sin nada, con los meros chiros que llevaban puestos. Se casaban en El Rosario o en Ansermaviejo, unos se quedaban trabajando el los abiertos y otros seguían hacia el Tatamá, donde siempre había trabajo.

“Eran tiempos buenos a pesar de la pobreza; se vivía con tranquilidad a pesar de los bandidos, pues “ Mirús” hacía de las suyas en el sur de Antioquia y “Calzones” se enfrentaba a la policía y se robaba a las quinceañeras.

MIGUEL ÁNGEL RESTREPO

A mediados del siglo XX muchos viejos de la banda izquierda del río Cauca recordaban a Miguel Ángel Restrepo, un  paisa con figura del Greco, largo, flaco y de ojos azules, que iba de feria en feria con una tropilla  de bestias, donde se veían caballos de paso fino, garañones indómitos y muchos “tapaos”. Dicen quienes lo conocieron que arreglaba los dientes de los jamelgos viejos, resucitaba los raques desahuciados y hacía caminar con paso garboso  a los táparos  esmirriados.

Miguel Ángel recorría los caminos con un indio brujo salido de la selva chocoana; con Jonás, que era el nombre cristiano del indígena, vaciaba las cantinas y los lupanares y por donde pasaban dejaban regados los genes de los ojos zarcos del paisa y el pelo de puerco espín de Jonás.

Miguel Ángel y el nativo eran nómades, no se les conoció domicilio fijo. Cuentan que tenían pacto con el diablo y que la tropilla levantaba nubes de polvo con olor a azufre, pues entre las bestias estaba Satanás en forma de un macho viejo que llamaban “El Rayo”. Un día Miguel Ángel cayó en las redes de amor de una doncella quinchieña que enloqueció en la noche de la boda;  se dice que el  diablo viendo que iba a perder a su amigo le quitó la razón a la recién casada.

PEDRO BENJUMEA

En  la década de 1920 las feraces lomas del Alto del Rey, hoy Balboa, eran frescas y estaban llenas de cafetales  arropados por guamos; de la Celia y de San Isidro bajaban las mulas  cargadas de grano que en su diario trasegar formaban tremedales o pantaneros profundos en  la trocha de La Gironda, que a menudo tragaban mulas y caminantes.

Al puerto de La Bodega en orillas del río Cauca llegaban arrieros de Santuario, de Apía y del Alto del Rey y entre todos ellos sobresalía Pedro Benjumea, un hombre de casi dos metros de alto y con una fuerza descomunal que le permitía sacar en vilo a las mulas atascadas en los tremedales. Con vozarrón de trueno, carriel al hombro, mulera, una enorme peinilla y una puñaleta con mango de cacho de venado, este caramanteño era el amo y señor de la trocha de la Gironda.

En un domingo de 1928 Benjumea se puso de ruana la zona de tolerancia de Santuario. El jefe de policía envió a dos gendarmes para que lo condujeran al  calabozo; al poco rato alguien empujó la puerta de la cárcel y el sargento  abrió creyendo que traían la bochinchoso, entonces apareció el presunto capturado con sendos gendarmes bajo el brazo: “ Aquí  le traigo este par de anémicos- dijo Pedro Benjumea al sargento- para la próxima me los manda más forzuditos.”

Todas las muladas se detenían para dar paso a la recua de Benjumea, que recorría los caminos que llevaban a la Bodega sin importar la lluvia, el calor ni los truenos; sin que lo detuvieran los tigres ni las almas en pena que brotaban de los tremedales de La Gironda.

Dicen  quienes conocieron a Benjumea que en alguna ocasión la noche lo sorprendió donde su amante en la fonda de La Aurora.-

-Descargá Pedro y quedate  hasta mañana le dijo la muchacha- La noche está muy cerrada y el camino está muy malo-
- Dejate de pendejadas m’ija- contestó-  y mostrándole la  botella de aguardiente tapetusa que estaba consumiendo agregó: ¿No ves mujer?-  ¡Mirá que  aquí voy con el sol que más alumbra!.

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