ALBERTO SALCEDO RAMOS: UN CRONISTA DE LOS DE ANTES

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Alberto Salcedo Ramos. ( Foto tomada de: revoluciontrespuntocero.com).
Alberto Salcedo Ramos. ( Foto tomada de: revoluciontrespuntocero.com).
Alberto Salcedo Ramos, La eterna parranda, Aguilar, Madrid, 2012.

 
Por: CAMILO ALZATE

Lo primero que uno agradece de Alberto Salcedo Ramos es la sobriedad. Nada de rebuscar palabrejas rarísimas. Nada de estructuras laberínticas. Nada de poses de bohemio loco con estilo oscuro, o de reportero salvaje en medio de la hecatombe. Nada de florituras inútiles, ni dramatismos tontos. Nada de vacilaciones y relajos. El oficio del cronista, acostumbra a predicar Salcedo, es contar bien la historia. Lo demás será espuma.
Predica con el ejemplo. Un crítico lo definió con un mote ambiguo: “el rostro temperamental de la crónica”. Quiero jugar con la frase en su tono agradable; si vas a narrar certezas y no fruslerías necesitas temperamento, si vas a contar la verdad como si fuera un cuento, necesitas carácter.
El carácter se le nota a Salcedo en la precisión y el rigor obsesivo, en la forma de ensayar finales o principios, en los cambios de voz narrativa, pero sobre todo, en su destreza para acumular grandes cantidades de datos e informaciones que escogerá con paciencia, depurando, filtrando relatos perfectos que limitan con la Nouvelle (El testamento del viejo Mile, La eterna parranda de Diomedes), o con los cuentos fantásticos (Memorias del último valienteEl bufón de los velorios), o con el periodismo investigativo clásico (Un país de mutilados, El llamado de la Chirimía), o con el simple testimonio personal (La niña más odiosa del mundo, Las verdades de mi madre). Una pluma versátil que persiguiendo siempre la belleza, jamás se permite abandonar la firmeza de los datos, la impertinencia de las preguntas, el foco de lo verdadero. En la página 338 alude al pacto inviolable de su profesión, que a veces obliga a “mencionar la soga en la casa del ahorcado”.
Lo segundo que uno agradece de Salcedo Ramos son sus elecciones. Allí descubro todavía al niño de Arenal que se maravilla con la originalidad y la extravagancia (“el Caribe, no hay que olvidarlo, es por excelencia la Meca de la desmesura”) ¿En un país inundado de noticias terribles, mina del periodismo escandaloso que vende y marca agenda, valdrá la pena cubrir un partido de fútbol con travestis? ¿Es relevante una historia sobre enanos de farsa con tonos casi medievales? ¿A quién le interesan las hambres de un boxeador arruinado, la decadencia de un torero de pueblo, el mecanismo que pone en funcionamiento a un circo Chino? A casi nadie, y para eso es que está el cronista. Descubriendo lo inverosímil y lo genial de las postales sencillas, lo importante y lo trascendental de los protagonistas insubstanciales, lo humano, lo intrínsecamente humano que hay en cualquier fracaso, Salcedo Ramos ofrece la fisonomía de una Colombia que palpita a diario lejos de los clichés y las agendas noticiosas, por ejemplo, cuando se va a cubrir el funeral de un perro, sí, de un perro, descubriendo la humanidad donde menos se espera:
“los entierros de los perros, por muy excéntricos que parezcan, son sinceros. Aquí […] nadie viene a discutir si el finado dejó herencia, ni a murmurar sobre el futuro de la viuda, ni a aparentar lo que no siente” (pág. 397).
Lo tercero son sus giros, imperceptibles, pequeños tesoros que uno también agradece y disfruta, camuflados entre la lectura. Digamos, el recurso de hacer una crónica en segunda persona, como si le estuviera ensartando al protagonista en la frente la lista de glorias de su vida. O el lujo de contar la tragedia del boxeador derrotado haciéndonos creer, hasta el último puñetazo, que puede triunfar, que va a ganar la pelea: un derrotado resulta vencedor cuando el público lo aclama, aunque lo hayan derribado por nocaut mientras la vida le otorga una ronda para comenzar de nuevo. O el capricho de lucir frases así “lo suyo aquella tarde era la melancolía, el dolor de patio”, frases injustificables y hermosas, que se bastan. Los contadores de historias son como los músicos (y como los pilotos): se les notan los kilómetros que llevan encima, los huele uno entre párrafos.
Lo cuarto que agradezco de Salcedo Ramos es algo personal: la colección de vallenato en vinilos que queda en casa, después que mi papá leyera La eterna parranda y corriera poseído a conseguir discos rayados de Diomedes Díaz y los hermanos Zuleta. Había cronistas antes capaces de prodigios así. Y cada vez hacen menos de esos, como Salcedo Ramos.

Camilo Alzate – @camilagroso.

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